Sueño de costurera

Matilde Castillo [i]

Las manos, el reflejo de nuestra vida. La estética que posee un par de manos en el arte es única, basta con recordar la obra “manos que oran” del pintor alemán renacentista Alberto Durero, y su mítica anécdota: 

Vivía una familia numerosa y de pocos recursos, el padre minero, dos de los hijos tenían el sueño de ser artistas. La familia no podía mandar a ambos, así que lo dejaron a la suerte, una vez que el ganador terminara sus estudios, y vendiera sus obras, regresaría a pagar los estudios del otro hermano. Se rumora que el ganador fue Alberto Durero, y logró su sueño, ser uno de los grandes pintores de toda la historia. Cuando regresó a cumplir el acuerdo, se encontró con un hermano que había destrozado sus manos trabajando en las minas. Impotente y agradecido, se dice que pintó esta obra retratando las manos de su hermano y su gran sacrificio.

Las manos para el lenguaje corporal lo son todo. 

Las manos son políticas, ellas hablan de lo público, de lo privado, de lo colectivo. Las manos dan cuenta de nuestro lugar en el mundo, de nuestra clase social.

 Lo que no se dice, se lee en las manos. Las vivencias, nuestra toma de decisiones o aquellas decisiones que no se tomaron.  Las manos son el mapa y el testigo de las experiencias y de nuestro trabajo. 

Fotografía: Matilde Castillo

Sueño de costurera es una serie fotográfica de  las manos que más conozco, las manos de mi mamá. Lidia, heredera por cuarta generación del oficio de costurera.  

Las historias de mis abuelas tienen algo en común: las puntadas. Cada historia de vida está tejida entre bordados, deshilados y costuras artesanales. Ellas fueron originarias del poblado de Erongarícuaro, Michoacán, que en Tarasco significa Lugar de espera. Erongarícuaro, así como suena, es uno de los 11 pueblos que rodean la zona lacustre de Pátzcuaro. 

Ellas han sido nombradas artesanas textiles, bordadoras, tejedoras y costureras. La confección fue su modo de subsistir económicamente y de sacar a sus hijos adelante. A la tatarabuela se le conocía como “la esposa de Agustín”; a la bisabuela Chachaí se le recuerda por su gran corazón; a la abuela Clara, quien tuvo 11 hijos y 53 nietos, trabajó durante toda su vida para la señora Giselle, una estadounidense que comercializaba con las artesanías producidas por las mujeres del pueblo, por allá de los años 40. 

Mi mamá, que en realidad en su acta de nacimiento se llama Adilia, y no lo sabía hasta que fue madre. Cuenta que desde los cuatro años, alumbrada por un quinqué, la ponían con un trapito para practicar la puntada. Lidia —así la seguimos llamando— llegó a México a  sus recién cumplidos 13 años, tras una serie de intentos laborales, ingresó a un taller de alta costura, como ayudante general. A escondidas de su patrona, intentó aprender a usar las máquinas de coser, hasta que por fin, después de tanto insistir, deciden enseñarle el oficio de costurera.

Vino el matrimonio, la casa, tres hijos, la necesidad económica, y la confección fue su mejor aliada. 

Con los años, ha aprendido el oficio de ajustar a la medida cada una de las prendas para sus vecinos. Puntada a puntada, lo mismo reduce, que agranda una prenda, repara vestidos de novia, de quince años, dobladilla servilletas y hasta realiza alguna que otra mortaja para el buen viaje. 

Uno de mis recuerdos de infancia es cuando no dormimos toda la noche, porque mi mamá confeccionó mi vestido para el festival, para el bailable de Jalisco. A mis seis años, aquel vestido rosa mexicano, con brillantes listones era lo mejor que me había pasado, las manos de mamá habían trabajado sin descanso para que fuera  el más bonito de toda la escuela. 

Fotografía: Matilde Castillo

También recuerdo el sonido de las máquinas, telas, hilos, cierres, botones, zurcidos y más, cada cosa ha sido el lenguaje común de nuestra vida, tengo esa herencia del linaje materno, así que un día, casi de manera mecánica, me vi recibiendo un diploma como técnica en industria del vestido. Soy la quinta generación de costureras en mi familia, no es mi pasión pero lo sé hacer y reconozco que no es un trabajo fácil. 

Honro y valoro las manos de mi madre, son manos llenas de vida. Abrazo la herencia de mis abuelas y reconozco el esfuerzo que tuvo que haber detrás de cada puntada.

Y si usted se lo pregunta, sí, ella, Lidia, también quiso ser artista, decía que, en la juventud, sus manos parecían de pianista.

[i] Matilde Castillo, mujer del oriente de la ciudad de México, Socióloga, docente y coordinadora de actividades culturales en Educación Media Superior, artista multidisciplinaria, miembro activo de la colectiva feminista Cámara Violeta, y del colectivo de cartonería Monstrueando andamos, estudiante de Arte y Patrimonio Cultural, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. 

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