"Tres Razones"

Tres razones

No me gusta hablar de las personas que tengo que matar, sin embargo, en esta ocasión sí lo haré: Jesús Bernal.

Enrique Alducin Camacho [i]

No existe mejor hora para trabajar, tres de la madrugada y un puente que cruza un gran río. Sólo tengo tres razones para que yo me encuentre aquí. La primera, porque es la hora en que Dios duerme. La segunda: porque al cliente, lo que pida. Y la tercera: en un puente las balas llegan a su destino más rápido y los hombres son más lentos.

No me gusta hablar de las personas que tengo que matar, sin embargo, en esta ocasión sí lo haré: Jesús Bernal.

Es un tipo de quijada y boca grandes. Lo apodan el Trompas. Qué original. Aparte de ser así, el Trompas hace gran honor a su mote. Ya iban varias veces que soltaba su bocota con la policía, jodiéndose a varios colegas míos. Todo un personaje, perturbador. Comenzó a hacer daño, y aquí es donde yo entro. Lo que no diré es quién me encargó “despacharlo”. Yo no soy como el Trompas. Me pagaron muy buena lana y me dijeron cuándo y dónde tenía que acabar con él.

No hay mejor noche. Como las que me gustan: nada de viento, sin luna, ningún testigo. Un gran puente apenas alumbrado con faroles y el ronroneo del río que pasa debajo de mí.

"Tres Razones"
Ilustración: Arturo Almanza

Las tres de la madrugada y allí viene: canijo trompudo. Camina trastabillando, parece una serpiente. En una mano trae una botella y no sé cuántas más dentro de él. Canta una canción que no conozco, y el maldito hipo que trae, tampoco deja que la reconozca.

Varios metros antes de llegar a mí, se detiene y va hacia la cornisa en la que me encuentro esperándolo. No me ha visto. Allí se queda. Quieto. Murmurando y viendo no sé qué. Pasan tres minutos y el maldito trompudo comienza a cantarle al río. De pronto, tomándome por sorpresa, el muy estúpido se lanza al agua.

El splash del golpe con el agua me hace reaccionar. Voy corriendo hasta el sitio de donde se lanzó. Me quito la gabardina, los zapatos y, sin pensarlo, me dejo caer en algo que parece no tener fin. Olvido por completo el complejo de gato que tengo en contra del agua y es por tres razones: la primera es porque hace mucho dejé de tomarla; la segunda, por traicionera; la tercera, porque pronto desatará guerras.

Hace mucho que dejé de nadar; pero es como cuando aprendes a andar en bicicleta, una vez que ya sabes, jamás olvidas cómo hacerlo. Voy nadando, como puedo, hasta donde está el Trompas, y me las arreglo para llevarlo a la orilla. Al principio se resiste un poco, pero lo logro. Lo dejo boca arriba, respira agitado. Yo hago lo mismo. Acto seguido, me visto con la ropa que había aventado desde el puente. El Trompas sigue tirado en el suelo. Enciendo un cigarro mientras se repone. Lanzo la colilla y noto que Jesús comienza a roncar y balbucea pidiendo una cobija. Trato de despertarlo llamándolo por su nombre pero no reacciona. Lo abofeteo. ¡Despierta, animal! Se queda tambaleando y resopla:

–Esa… esa maldita… me engañó.

–¿Y quién no?

–¿Cómo?

Comienza a toser sin tener clemencia con sus cuerdas vocales. Ya imaginarán con chica trompota.

–La maldita de mi mujer me ha dejado…

–¿Cuándo?

–¿Eh?

Aunque lo he sacado del río y se ha repuesto, no me escucha. Sigue borracho.

–Lo que sobran son mujeres ­–le digo.

–Claro… eso lo sé, pero como mi mujer, no hay otra.

–Sí, claro, eso dicen todos los enamorados, pero créeme, mujeres como la tuya se pueden encontrar en cualquier esquina.

–¿Eh?

–Olvídalo.

El trompudo entona, de nueva cuenta, su maldito hipo. Se levanta y comienza a hipar más fuerte.

–Esa maldita puta… hip… me dejó por otro… hip. Por eso me emborraché.

–¿Para celebrarlo?

–No, para darme valor… hip, de matarme…

De la nada saca control y se queda parado frente de mí, se queda estático, mirándome. De pronto comienza a saltar sobre un pie y con la cabeza ladeada; luego comienza a sacudirse el agua como un perro.

–¡Ey, amigo, me está mojando!

–Hip. Ja, qué chistoso… hip, hace rato me quería morir y ora ya no quiero. ¿Qué tal, eh?… hip.

–Suele pasar.

Una vez más comienza a brincar y a hacer una especie de ejercicios de calentamiento de algún estúpido deporte. Se estira de un lado para otro, se agacha un par de veces y levanta las rodillas. Parece todo un atleta.

–Oiga, hip… tengo frío, estoy muy mojado. ¿Qué le parece si nos vamos a tomar unos tragos?

–¿Más? –le pregunto algo sorprendido.

–¡Que se vaya al diablo mi mujer! Anímese… hip. Yo invito

–No.

–Ora, hip, además se la debo, usted me salvó la vida.

Una vez más ejerce su lado deportista, da saltos en un pie, luego en otro. Abre las piernas, levanta los brazos y los baja hasta tocar la punta de sus zapatos con las manos. Sigue salpicándome.

–¡Ah!, hip… lo han de estar esperando. Hip… ¿Casado?

–Cansado, mejor dicho.

–Me cayó usted rebién. Me salvó la vida. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

–No se lo he dicho.

Él habla y habla, como si por una extraña razón le hubieran dado cuerda. Lo escucho, más bien, hago como que lo escucho. Se ha dado cuenta de que me está aburriendo y se da por vencido. Me da la mano y después de mil “gracias”, me da las buenas noches.

–Hip, hasta luego, amigo. Deveras, amigo, muchas, hip…. gracias por salvar mi vida, amigo.

Y realmente así se despide, como si fuéramos buenos amigos. Después de dar unos cuantos pasos, le digo:

–Hasta luego, señor Bernal, buenas noches.

Se detiene y gira para no darme la espalda.

–No recuerdo haberle dicho mi nombre. ¿Cómo es que lo sabe?

–Alguien que lo quiere, me lo dijo.

–¿Cómo que alguien que me quiere?

–Que lo quiere muerto, Trompas, o mejor dicho, Jesús Bernal.

–¿Quién es usted?

–Eso qué importa.

Saco mi revolver.

–¡Demonios!

Dejo salir una leve sonrisa.

–Pero… ¿Quién? ¿Por qué no me…?

Estoy seguro de que por primera vez en su vida, no tuvo nada más qué decir.

–¿Sabe? Quería saber qué se siente salvar a alguien –le digo, sin dejar de apuntarle.

–Y… ¿qué?… ¿qué ha sentido?

–Nada, Trompas, absolutamente nada.

Camina hacia atrás, quiere escapar. Veo su cara de miedo. He visto ese tipo de expresión decenas de veces. Al principio sentía un poco de ternura. Los ojos se les ponen vidriosos. ¡Ja!, qué ironía, el mojado tiene la boca seca. Aprieto el gatillo. La bala lo impulsa para atrás. No tengo que aventarlo al agua, él cae en ella. El río se lo lleva en silencio. Ya no tengo que lanzarme para salvarlo. ¿Y saben por qué? Por tres malditas razones.

[i] Enrique Alducin Camacho es licenciado en Creación literaria, egresado de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Desde el inicio de su carrera comenzó a impartir diversos talleres -relacionados con las letras- a estudiantes de bachillerato, licenciatura y posgrado. Al concluir su licenciatura, ya impartía clases de Gramática, Creación literaria. Ha escrito y adaptado diversas obras de teatro, además de colaborar en diversas publicaciones de índole literario en el género de reseña, ensayo literario, crónica, cuento y poesía.

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